La tarde llegaba a su fin. Manu contaba las monedas que
había sacado del bolsillo que no estaba roto, ¿izquierdo o derecho?, todavía no
le habían enseñado. Tenía apenas cuatro años y ya sabía volver solo a su casa.
Por la mañana, su primo Francisco lo dejaba en la plaza de
los colectivos y pasaba todo el día con otros chicos que generalmente lo
empujaban para conseguir el dinero que obtenían extendiendo sus pequeños
brazos. Ninguno quería ceder nada, la mayoría de ellos sabía que, a su regreso,
las manos vacías significaban una exagerada golpiza sobre sus cuerpos por parte
de quienes descargaban sus frustraciones y rencores acumulados durante años.
Manu era la excepción. Su padre nunca le había pegado, pero igual él hacía todo
lo posible para juntar el dinero y comprarle aquella botella que lograba una
sonrisa y una caricia.
Como paso obligado se dirigía al almacén de don Carmelo.
-Hola Manu, ¿cómo estas?.
-¿Me das una botella?.
-¿Y si llevas una caja que es mas barata?, así podes comprar
leche para vos.
-No, a mi papá le gusta la botella. Una vez tomó de la caja
y vomitó, dijo que era agua sucia.
Manu abrazó la botella y caminó hacia la salida.
“He Manu, esperá”- le gritó don Carmelo- Manu se dio vuelta
y vio como él se acercaba con una caja de leche que acomodó junto a la botella.
No era la primera vez que hacía esto, y a esa acción le seguía una guiñada de
ojo y una caricia en la cabeza.
A Manu le entristecía ver a su padre tomar el líquido de esa
botella, especialmente cuando llegaba a la mitad y empezaba a gritar: “¡Hay que
ayudarlo!, ¡hay que ayudarlo!, ¡se ahoga…sea ahoga!”. Entre gritos y lágrimas,
era tanta la desesperación, que parecía que la puerta de chapa de entrada de la
casa vibraba; después, paulatinamente, se quedaba dormido junto a la botella vacía,
todos los días lo mismo, hasta que una noche lloró amargamente, de manera tal,
que sobrepasó los límites de la angustia y entre sollozo y sollozo, mirando la
botella decía: “se ahogó….se ahogó….se ahogó”.
Cuando su padre se durmió, Manuel también lo hizo vencido
por el cansancio.
A la mañana siguiente, un grito de horror lo despertó y
alguien le tapó los ojos, pero él quitó esas manos como pudo, y lo vio. Primero
fueron los pies colgando en el aire, luego los ojos abierto con una expresión
de asombro y una soga que daba dos vueltas en el cuello, enganchada a un
tirante del techo.
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Manuel ya era mayor de edad. Recostado sobre la vieja cama
de su padre, sus ojos estaban clavados en un tirante del recuerdo. La puerta de
chapa se abrió y un pequeñito de ojos claros, avanzó hacia él con una botella
entre sus brazos.
Manuel comenzó a tomar, como todas las noches. Fue entonces
cuando lo vio dentro de la botella; un hombrecito manoteaba hundiéndose en un
río de vino. Su voz se escuchó potente: “se ahoga…se ahoga”, y en ese instante
entendió. Su padre también lo había visto y de igual manera se había ahogado en
el vicio. Ahora, el de la botella pidiendo auxilio era él. No terminó de tomar,
la dejó a un costado de la cama. Vio como su hijo se acurrucaba extenuado por
el cansancio del día. Miró nuevamente el tirante y tratando de borrar el dolor,
se durmió.
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Después de un tiempo, Manuel se encontró sentado frente a
otras personas que, como él, compartían las dificultades que enfrentaban por
causa del alcohol, y cerrando los ojos, vio al hombrecito trepar y casi llegar
al pico de la botella, asomando a la libertad.
Cuento breve: Ruth Mazzarolo
Técnica foto montaje: Ezequiel Mazzarolo
Es la realidad de muchos niños y mayores contada con tu habitual carisma. Me encantó. Besos
ResponderBorrarHermoso Cuento Ruth, me encanto! Te felicito!
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