domingo, 8 de febrero de 2015

Londres: un laberinto roto

 
 

Acompañando el pesar de un respirar confuso, el pueblo seguía a la madre pegada al féretro donde descansaba su hijo.

     Cada palada de tierra que caía sobre Ernesto, arrancaba llanto y dolor a quienes recordaban su inocencia de niño. Lucila acompañaba a su padre con lentos pasos, y un silencio estremecedor penetraba en sus huesos.

     Atrás iban quedando nichos y tumbas antiguas; algunas tumbas nuevas cortaban el continuo y monótono paisaje funesto. Y así, entre préstamos de pañuelos, lágrimas y ruegos, se sentía a lo lejos el trabajo de los sepultureros, volcando en un hueco profundo, el mayor de los desconsuelos.

     Vivía en el pueblo desde hacía unos años un misionero inglés. Era un hombre extremadamente delgado, pálido rostro, nariz pronunciada pero afilada. Faltábanle algunos cabellos en su ovalada cabeza que cubría con un antiguo sombrero negro, recuerdo de su padre, decía él.

     Mr Smith, habitaba en una cabaña en la zona aledaña al pueblo. Todos los domingos se paraba en una esquina, acomodaba un viejo atril de madera, recuerdo de su madre, decía él, y sobre el atril un pizarrón donde colocaba figuritas que los chicos se desvivían por ver, único entretenimiento en una pausada vida tan lejana a la ciudad. Biblia en mano, recuerdo de su abuela, decía él, comenzaba a contar entretenidas historias ante las caritas de asombro y de alegría, que se renovaban cada año, a medida que dejaban de ser niños. Entre esas caritas estaba la de Ernesto, único oyente fiel, que continuó junto al inglés hasta sus últimos días, quizás porque él no podía crecer.

     En lo alto de la colina, un grupo sedicioso se ocultaba de la terrible venganza. ¿Por qué habrían huido?, nadie estaba seguro. Eran sospechosos por ser los jóvenes revoltosos del pueblo, pero no había pruebas. La madre de Tulio aseguraba la inocencia de su hijo, don Fernandez decía tener testigos de donde había estado Camilo el día del crimen, los mellizos Sanabria, según su hermana, habían estado con ella y unas amigas en un picnic en Carcarañá. Entonces, ¿por qué se fueron?, ¿miedo quizás?, o tal vez las miradas jactanciosas de los habitantes de Aldao, hacían estragos en lo profundo de sus sentimientos.

     En la casa de los Salinas ya nada era igual. La tristeza se alojaba en las paredes, en el piso, en los muebles, en cada rincón del hogar, en cada recuerdo. Sentados a la mesa, en silencio, la familia cenaba, sólo se escuchaba el ruido de las cucharas al introducirse en la sopa, contenida en unos tazones antiguos, herencia de la abuela Loida.

     Lucila arriesgó una frase que escapó de sus labios: - “Fue Mr Smith, estoy segura”.

     Su padre clavó una mirada de asombro y sorprendida calidez, por fin había una respuesta coherente a sus interrogantes, después de varios meses intentando salir de aquel tormento continuo de no encontrar al culpable.

     Salinas salió de la casa en busca de justicia, Lucila y su madre se quedaron sentadas, inmóviles, esperando expectantes las consecuencias de aquellas ideas entrecruzadas que, constantemente, habían estado rondando en la incansable mente de Lucila.

 

     La ausencia de comodidad se hacía sentir, el olor a humedad se impregnaba en la ropa, se escuchaban murmullos en las celdas vecinas. Una mano blanca acariciaba la Biblia,  y de sus hojas cayeron una foto, un señalador y una carta que nunca se cansaba de leer.

 

Estimado Mr Smith:

Todo ser humano recuerda su niñez. Entre esos recuerdos están los míos. Nunca olvidaré los días felices en que me encontraba sentada junto a Ernesto, escuchando las hermosas historias que usted nos contaba, ¡es que las contaba tan bien!, que tenía la sensación de no estar sentada en el césped, sino en el cielo junto a Jesucristo. Pero en aquella época, ya pesaba la enorme carga que sería para mí ocuparme de mi hermano cuando mis padres ya no estuvieran en este mundo.

No sé quien está mas encerrado, si usted o yo, porque usted goza de una libertad que a mi entender, yo no tengo, pero quizás algún día logre tener: “Dios todo lo perdona” decía usted.

Londres es como siempre lo describió. Su departamento es pequeño pero confortable y lo estoy cuidando muy bien como me lo pidió. Es lo menos que podía hacer, ya que usted en su enorme bondad, calló la verdad que tanto me ahogaba, ocupando mi lugar.

                                                                                                             Lucila


                                                                                       Cuento breve: Ruth Mazzarolo

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