lunes, 12 de enero de 2015

Superación

 



     La tarde llegaba a su fin. Manu contaba las monedas que había sacado del bolsillo que no estaba roto, ¿izquierdo o derecho?, todavía no le habían enseñado. Tenía apenas cuatro años y ya sabía volver solo a su casa.

     Por la mañana, su primo Francisco lo dejaba en la plaza de los colectivos y pasaba todo el día con otros chicos que generalmente lo empujaban para conseguir el dinero que obtenían extendiendo sus pequeños brazos. Ninguno quería ceder nada, la mayoría de ellos sabía que, a su regreso, las manos vacías significaban una exagerada golpiza sobre sus cuerpos por parte de quienes descargaban sus frustraciones y rencores acumulados durante años. Manu era la excepción. Su padre nunca le había pegado, pero igual él hacía todo lo posible para juntar el dinero y comprarle aquella botella que lograba una sonrisa y una caricia.

     Como paso obligado se dirigía al almacén de don Carmelo.

     -Hola Manu, ¿cómo estas?.

     -¿Me das una botella?.

     -¿Y si llevas una caja que es mas barata?, así podes comprar leche para vos.

     -No, a mi papá le gusta la botella. Una vez tomó de la caja y vomitó, dijo que era agua sucia.

     Manu abrazó la botella y caminó hacia la salida.

     “He Manu, esperá”- le gritó don Carmelo- Manu se dio vuelta y vio como él se acercaba con una caja de leche que acomodó junto a la botella. No era la primera vez que hacía esto, y a esa acción le seguía una guiñada de ojo y una caricia en la cabeza.

     A Manu le entristecía ver a su padre tomar el líquido de esa botella, especialmente cuando llegaba a la mitad y empezaba a gritar: “¡Hay que ayudarlo!, ¡hay que ayudarlo!, ¡se ahoga…sea ahoga!”. Entre gritos y lágrimas, era tanta la desesperación, que parecía que la puerta de chapa de entrada de la casa vibraba; después, paulatinamente, se quedaba dormido junto a la botella vacía, todos los días lo mismo, hasta que una noche lloró amargamente, de manera tal, que sobrepasó los límites de la angustia y entre sollozo y sollozo, mirando la botella decía: “se ahogó….se ahogó….se ahogó”.

     Cuando su padre se durmió, Manuel también lo hizo vencido por el cansancio.

      A la mañana siguiente, un grito de horror lo despertó y alguien le tapó los ojos, pero él quitó esas manos como pudo, y lo vio. Primero fueron los pies colgando en el aire, luego los ojos abierto con una expresión de asombro y una soga que daba dos vueltas en el cuello, enganchada a un tirante del techo.

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      Manuel ya era mayor de edad. Recostado sobre la vieja cama de su padre, sus ojos estaban clavados en un tirante del recuerdo. La puerta de chapa se abrió y un pequeñito de ojos claros, avanzó hacia él con una botella entre sus brazos.

     Manuel comenzó a tomar, como todas las noches. Fue entonces cuando lo vio dentro de la botella; un hombrecito manoteaba hundiéndose en un río de vino. Su voz se escuchó potente: “se ahoga…se ahoga”, y en ese instante entendió. Su padre también lo había visto y de igual manera se había ahogado en el vicio. Ahora, el de la botella pidiendo auxilio era él. No terminó de tomar, la dejó a un costado de la cama. Vio como su hijo se acurrucaba extenuado por el cansancio del día. Miró nuevamente el tirante y tratando de borrar el dolor, se durmió.

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     Después de un tiempo, Manuel se encontró sentado frente a otras personas que, como él, compartían las dificultades que enfrentaban por causa del alcohol, y cerrando los ojos, vio al hombrecito trepar y casi llegar al pico de la botella, asomando a la libertad.
 
                                                                 Cuento breve: Ruth Mazzarolo
 
                                                                 Técnica foto montaje: Ezequiel Mazzarolo

martes, 6 de enero de 2015

EL LUGAR DEL OTRO




     Cuando subimos a un colectivo lo primero que hacemos es fijar nuestra mirada  en un asiento, ver si hay alguno libre y así ocuparlo. De la misma manera es en nuestras vidas, buscamos encontrar nuestro lugar y asentarnos aunque a veces encontrar ese sitio nos lleve años de aprendizaje. 

     No se trata tanto de un espacio físico, nos ubicamos en la vida de acuerdo a lo que pensamos y sentimos;  tal como lo expresó el novelista y periodista húngaro, Sandor Márai: “El hombre hace suyo un lugar no solo con el pico y la pala, sino también con lo que piensa al picar y palear”. El lugar que ocupamos tiene que ver con nuestra formación desde la niñez, y aún cuando los mas osados logren significativos progresos, las raíces están latentes en su interior y esto es un complemento para marcar su identidad.

     Durante la escuela secundaria, teníamos una asignatura que se llamaba Instrucción Cívica y si hay algo que me quedó grabado de lo que nos enseñaron, es que nuestros derechos terminan donde empiezan los de los demás. Mi lugar también tiene un límite, respetando el del prójimo y si no es sólo un espacio físico, significa que el otro también tiene derecho a instalar sus pensamientos y sentimientos.

     Al ocupar otros suelos y tolerar distintos climas, con diversas razas, idiomas, costumbres, son hábitos que marcan diferencias. Pero podemos achicar distancias si en vez de ocuparnos de naciones miramos a las provincias de Argentina, las diferentes formas de vida, de tradiciones del norte al sur, del campo a las ciudades, y aún dentro de estas, los barrios que la componen se disponen a un despertar que los distingue cada día.

     Por supuesto que entonces todos no pensamos ni sentimos igual, no hay mejores ni peores, solo somos diferentes y a la vez, partes de un todo que es la humanidad. En ese conjunto al cual pertenecemos, nace la necesidad de la convivencia humana que es un desafío a la perfección de la misma. Es de necios pensar que mi mundo es mejor. Es de sabios mirar al otro y aprender de él.

“Si no podemos poner fin a nuestras diferencias,
  contribuyamos a que el mundo sea un lugar apto para ellas”.
                                                     John Fitzgerald Kennedy.

                                                                                                                  Ruth Mazzarolo